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Miguel Bosé presenta su autobiografía “El hijo del capitán trueno”

Que Miguel Bosé nunca se ha llevado bien con su padre es vox populi. El cantante nunca llegó a congeniar del todo con el torero y, además, no perdonó los muchos desplantes que tuvo con su madre, Lucía Bosé, a quien adoraba. Por eso, puede que ahora le haya querido dar su estocada final, su libro autobiográfico: El hijo del capitán trueno, en el que ha tenido tiempo y espacio para dejar negro sobre blanco que su padre no era la figura amable y carismática que él quería hacer ver.

“Te guste o no, voy a conseguir hacer de ti un hombre”, era la frase que le solía repetir constantemente. A Miguel le gustaba leer, quería saber quién era Tiberio y cuáles habían sido sus hazañas. Pero a su padre eso le parecía de “mariquitas”. Creyó que la mejor manera de hacer de su hijo “un hombre” era llevarle de caza por África, así que, con 10 años, se lo llevó de Safari por Mozambique. Era 1966.

Para su desgracia, ni su padre ni la selva le trataron bien. Él se despreocupó por completo de su hijo y decidió prestar atención a otros asuntos. Uno de ellos, eran las mujeres. Sobre ello narra un episodio bastante turbio: “Mi padre intentó que una bellísima nativa de 16 años, de ojos muy blancos que resplandecían a la luz de la hoguera desde el fondo de su negrura, me iniciase en la hombría”, comenta.

Simoes, el guía del viaje, se apiadó de ese niño asustadizo de 10 años que no sabía cómo afrontar la situación, así que le disuadió de la idea explicándole que Miguel podría coger alguna enfermedad de transmisión sexual. “Simoes le propuso que se fuese con él la chica, a ver si tenía narices, y mi padre, a quien no había que retarle con asuntos de mujeres, la agarró del brazo y se la llevó a su cabaña”.

Los días de caza pasaban y Miguel, poco a poco, iba enfermando. Su padre se negó a darle medicación para prevenir la malaria, pensaba que eso también era una “mariconada”, así que terminó contrayéndola. La enfermedad le comía poco a poco por dentro y, por si fuera poco, tenía que ser testigo de algo que no soportaba ver, morir animales. Recuerda con pena que tuvieron que esperar a que un elefante se desangrase.

Se rajó un párpado con una rama y la diarrea era una constante. Al final, según cuenta Bosé, su padre terminó desentendiéndose. “El desprecio con el que me trataba me paralizaba. Era una energía que me tiraba para atrás, como un zarpazo que me apartaba de todo con desdén. Añadamos a eso la profunda decepción, la vergüenza ajena y la molestia que yo le suponía”, recuerda.

El safari terminó y regresaron a Madrid. Miguel aterrizó con la mitad de peso con el que se fue. Su madre le miró con la cara desencajada; le cogió de la mano y se lo llevó a casa. Allí notaron que algo no iba bien con el pequeño, hasta que, un día, entró en coma. Finalmente, le detectaron paludismo -malaria-.

Miguel Bosé se recuperó, pero había algo que nunca se arreglaría, la relación con su padre: En aquel viaje pareció darse cuenta definitivamente que de mí no conseguiría hacer nada, ni tan siquiera algo que me pudiera parecerse al más retrasado mental de sus genes. Me dio por perdido. Yo le cogí pánico”.

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